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    Timbuctú (10 respuestas) thread icon

    7 [del]

    >>1
    ¿Lo tenés en pdf? Por mi autismo no puedo leer tanto en textboards

    8 [del]

    >>7
    En .doc (lo bajé con el SoulSeek)
    Me falta copypastear un par de partes más y ya termino.

    9 [del]

    Sam sintió el torrente de adrenalina, una llamarada en nervios, venas, tendones.
    Pateó la mesa, la píldora negra rodó por el suelo, se perdió en un rincón.
    -Tranquilo -dijo. Empezó a recitar una de las frases favoritas de Olsanski. La serenidad del hombre superior.
    El gordo sonrió como había sonreído la rubia. La sonrisa de la Dama Negra. Se le acercó un paso, cuchillo en mano. Soltó el cuchillo. Sam lo siguió con la mirada: la hoja rebotando en el mosaico, el golpe seco del mango de madera.
    Sentía la hermandad a flor de piel. No habría próxima vez, se prometió. Dejaría que Olsanski hiciera su propio trabajo sucio.
    Mientras él miraba el cuchillo, el gordo le pateó la muñeca, el vientre. Sam rodó en el piso, disparó a ciegas, cerrando los ojos de dolor. Le dio a la lámpara, la alacena, el cielo raso. Una lluvia de yeso le cayó en la cara. Abrió los ojos, vio la puerta abierta.
    El gordo había huido.
    Salió al pasillo, oyó voces y protestas entreverándose con "Satisfaction". Un vecino en camiseta lo miró por la puerta entornada y la cerró. No era su guerra, como decían en Timbuctú.
    Sam apuró el paso al ritmo de "Satisfaction". ¿Por qué se había quedado mirando el cuchillo? Mala conciencia.
    Llegó abajo. Tarot estaba en la puerta, apoyado contra el marco.
    -Cuando quieras te echo las cartas, buen mozo -le gritó.
    Sam salió a Tres Pozos, notó que había oscurecido. Vio una figura en las sombras. Un sujeto corpulento, o dos sujetos.
    Dos sujetos. Uno de ellos era el Ángel, y colgaba del brazo del gordo.
    -Hola -dijo el gordo-. Rezá una oración por este idiota.
    El Ángel, desnucado. Definitivamente fuera de todo, sin más vidas en el score.
    Los ojos del gordo brillaron en la oscuridad. Aun en medio de la persecución, una ofrenda, un eco de hermandad.
    El gordo le tiró encima el cuerpo del Ángel, echó a correr.
    Sam trastabilló, cayó al suelo. Torpe, duro, paralítico. Mala conciencia, se repitió. Miró la cara floja del Ángel, la remera. En el principio era THE END. El mundo en otra perspectiva. El Ángel no volaría más, pero eso no le molestaba. Había muchos ángeles en Timbuctú, mucha gente que quería vender al prójimo para comprar un vicio. Los informantes iban y venían.
    Se levantó, gritó.
    No, aulló.
    Comprendió que lo vivido hasta ahora no era nada. Ni siquiera lo que había vivido cuando era un lobo libre era nada. La persecución de un hermano era el gran tobogán, la aceleración suprema. El cóctel de culpa, peligro y muerte era insuperable.
    Era mejor matar con remordimiento.
    Era mejor matar a los mejores.
    La Dama Negra tenía mejor sabor para los perros domesticados. El polaco era un padre.
    Echó a correr detrás del gordo.
    Disparó varias veces, no acertó.
    Tropezó con gente. Los estampidos habían ahuyentado a muchos, pero otros formaban grupos para aplaudirlo.
    Las piernas no le respondían. Se mordió el dedo hasta hacerlo sangrar. El dolor lo despertó. Siguió corriendo, empujando a los curiosos. No oía los gritos. Sólo el rugido de su sangre, el tronido de "Satisfaction" en la cabeza.
    El gordo llegó a la boca del subte, bajó la escalera.
    Sam empujó gente y lo siguió.
    Un torrente de fuego le hervía en el vientre, la espalda, la cabeza. Era como revolcarse con diez Damas Negras.
    Resbaló en un charco, rodó en el mosaico liso. En el andén, un músico tocaba melodías del altiplano con un charango. El gordo lo empujó. El músico cayó al suelo, el charango resbaló, patinó por el andén. Un tren entraba en la estación. Las ruedas despedazaron el charango, una nota discordante entre los chirridos del tren. El músico estaba dopado; seguía moviendo las manos como si rasgueara las cuerdas.
    Sam saltó sobre los molinetes, corrió.
    El gordo iba hacia la otra punta del andén, buscando una salida.
    Había poca gente, opas de traje y corbata, empleados de banco, secretarias que trabajaban en los límites de Timbuctú. Los opas gritaban alborotados.
    El gordo subió una escalera, comprendió que había cometido un error. Arriba la puerta estaba cerrada a esa hora. Era un blanco perfecto. Sin dejar de subir, miró hacia atrás y vio que Sam le apuntaba. Fue lo último que vio.
    Sam disparó al centro de la espalda, disfrutando de cada chasquido del arma, cada estampido, cada patada de la Murdec en los brazos, disfrutando de la mirada de asombro o pánico del gordo. Una gran cosmobola de sensaciones.
    Una, dos, tres flores rojas humedecieron la remera chillona. El gordo siguió subiendo un par de escalones, sin dejar de mirarlo. Se desplomó sin dejar de mover las piernas. La sangre formó un charco que bajó por la escalera confundiéndose con el agua sucia acumulada por la lluvia. El cuerpo rodó escalera abajo, cayó a los pies de Sam.
    Sam se distendió, aflojó el cuerpo.
    Satori, orgasmo mental.

    10 [del]

    Sam miró hacia atrás. El tren había arrancado, llevándose a los opas del andén. El músico seguía tirado en el piso, rasgueando cuerdas imaginarias. Los opas del andén de enfrente chillaban y gritaban, ecos lejanos. Tenía que irse. La estación de subte estaba en Timbuctú, pero no pertenecía estrictamente al Paraíso del Paria. Podía aparecer un cana idiota que no supiera nada sobre los operadores. Si lo pescaban, si un periodista lo filmaba para el noticiero de las ocho, Olsanski no se haría cargo.

    Estaba deshecho, muerto, reventado. Lobo y gusano. Vivo, y en carne viva. Esclavo y dueño del mundo. Daría cualquier cosa por repetir la experiencia.

    Recordó otra frase del libro de Olsanski. La tensión se alivia; es preciso atar los cabos sueltos cuanto antes.

    Salió del subte, se mezcló con un enjambre de Testigos de Hollywood que entonaba un himno de paz.

    Un lobo mezclándose con los corderos.

    Lucidez y hermandad.

    Después caminó de bar en bar, gastando los billetes que le quedaban, y al final entró en Pizza & Bombo 2, una versión más opa y refinada de la original, en el linde de Timbuctú. Pizza & Bombo era la creadora de la Pizza Maryjane. En la versión 2, se llamaba María Juana y no se servía con el condimento original, sino con pimientos picantes. Era muy popular entre la clientela, chicos respetables que acababan de ver un respetable espectáculo off-Corrientes y se creían pura transgresión, que hablaban de política como si fueran terroristas y de literatura como si fueran poetas, pero que después volvían a casa y tomaban la sopa con papá y mamá. Ninguno de ellos se marchitaría como un repollo entre cuatro paredes, ninguno sería reemplazado por un cadáver irreconocible.

    Sam comió cinco pizzas en cinco horas, hambre de lobo. Se emborrachó con cerveza y ginebra.
    No podía cumplir con su promesa. No podía despedirse de Timbuctú. Ya anhelaba la próxima dosis, la próxima cacería. Se había engañado, y sabía que volvería a engañarse. Era un final, pero también un principio. El principio de la espera. El vegetal mirando televisión hasta que apareciera otro lobo suelto.

    Una cara conocida entró en el bar, se le acercó, pidió una porción de pizza con cerveza.

    -Buen trabajo -dijo Olsanski.

    En el principio era el fin, pensó Sam.

    -Hijo de puta -dijo. Apoyó la mano en la culata de la Murdec-. Te debería reventar aquí mismo.

    -Tranquilo, hijo. -El polaco apoyó la mano en su libro-. La persona superior conserva la calma en la tormenta, comprende la naturaleza de las cosas y no se deja abatir por las circunstancias.

    -Hijo de puta -repitió Sam.

    Olsanski se puso a silbar "Cuesta abajo", terminó la pizza y la cerveza.

    Sam rompió a llorar. Olsanski le apoyó una mano en el hombro, miró el televisor de la pizzería. El noticiero internacional seguía con el rollo de la neurobomba que había estallado en Kabul, Afganistán. Repetían la escena donde un zombi con turbante se arrancaba una lonja de piel y la miraba como estudiando una tira de celuloide.

    Reportera: ¿Cómo se siente al ver el efecto?

    Philip Philips II: Imagínese cómo me siento. Mi padre, el fundador de Neurotronics, siempre juró que yo no llegaría a nada en esta compañía. Y aquí hablamos de más de doscientas víctimas. Un éxito. Sólo lamento que él no esté vivo para verlo.

    Reportera: ¿Alguna palabra para los afectados?

    Philip Philips II: En nombre de Neurotronics, feliz Navidad para todo el mundo.

    Sam bajó la mirada, del televisor a la mesa. Olsanski apoyaba la mano en un par de fotos.

    Sam miró las fotos de soslayo. Vio algo blanco, algo negro. Piel, cabello. Borrones rojos. En Timbuctú los colores siempre se las ingeniaban para armonizar.

    -Tus propias víctimas, hijo. Tus propias presas. Siempre te consuelan en este momento difícil.

    Sam cabeceó. Estrujó las fotos y se las apoyó en el pecho.

    -Gracias, polaco.

    -Feliz Navidad, hijo -dijo Olsanski.

    Sam lo miró con ojos llorosos. Ya sentía el colapso. La Dama Negra lo abandonaba. Era una amante celosa, pero casquivana.

    -Tranquilo, hijo -dijo Olsanski, levantándose-, tranquilo. Ya podemos volver a casa.

    Le apoyó una mano en el hombro y lo guió paternalmente hacia la puerta. Sam se miró en un espejo. Ojos vidriosos, vacíos.

    Quiso aullar, pero sólo le salió un gemido lastimero.

    Caminó hacia el coche con el polaco.

    Pronto oiría las voces, y ya sabía la primera palabra que dirían.




    (c) Carlos Gardini, 1995


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