10 Nombre: Última parte 23-11-2021 (Tue) 18:36:09 [del]
Sam miró hacia atrás. El tren había arrancado, llevándose a los opas del andén. El músico seguía tirado en el piso, rasgueando cuerdas imaginarias. Los opas del andén de enfrente chillaban y gritaban, ecos lejanos. Tenía que irse. La estación de subte estaba en Timbuctú, pero no pertenecía estrictamente al Paraíso del Paria. Podía aparecer un cana idiota que no supiera nada sobre los operadores. Si lo pescaban, si un periodista lo filmaba para el noticiero de las ocho, Olsanski no se haría cargo.
Estaba deshecho, muerto, reventado. Lobo y gusano. Vivo, y en carne viva. Esclavo y dueño del mundo. Daría cualquier cosa por repetir la experiencia.
Recordó otra frase del libro de Olsanski. La tensión se alivia; es preciso atar los cabos sueltos cuanto antes.
Salió del subte, se mezcló con un enjambre de Testigos de Hollywood que entonaba un himno de paz.
Un lobo mezclándose con los corderos.
Lucidez y hermandad.
Después caminó de bar en bar, gastando los billetes que le quedaban, y al final entró en Pizza & Bombo 2, una versión más opa y refinada de la original, en el linde de Timbuctú. Pizza & Bombo era la creadora de la Pizza Maryjane. En la versión 2, se llamaba María Juana y no se servía con el condimento original, sino con pimientos picantes. Era muy popular entre la clientela, chicos respetables que acababan de ver un respetable espectáculo off-Corrientes y se creían pura transgresión, que hablaban de política como si fueran terroristas y de literatura como si fueran poetas, pero que después volvían a casa y tomaban la sopa con papá y mamá. Ninguno de ellos se marchitaría como un repollo entre cuatro paredes, ninguno sería reemplazado por un cadáver irreconocible.
Sam comió cinco pizzas en cinco horas, hambre de lobo. Se emborrachó con cerveza y ginebra.
No podía cumplir con su promesa. No podía despedirse de Timbuctú. Ya anhelaba la próxima dosis, la próxima cacería. Se había engañado, y sabía que volvería a engañarse. Era un final, pero también un principio. El principio de la espera. El vegetal mirando televisión hasta que apareciera otro lobo suelto.
Una cara conocida entró en el bar, se le acercó, pidió una porción de pizza con cerveza.
-Buen trabajo -dijo Olsanski.
En el principio era el fin, pensó Sam.
-Hijo de puta -dijo. Apoyó la mano en la culata de la Murdec-. Te debería reventar aquí mismo.
-Tranquilo, hijo. -El polaco apoyó la mano en su libro-. La persona superior conserva la calma en la tormenta, comprende la naturaleza de las cosas y no se deja abatir por las circunstancias.
-Hijo de puta -repitió Sam.
Olsanski se puso a silbar "Cuesta abajo", terminó la pizza y la cerveza.
Sam rompió a llorar. Olsanski le apoyó una mano en el hombro, miró el televisor de la pizzería. El noticiero internacional seguía con el rollo de la neurobomba que había estallado en Kabul, Afganistán. Repetían la escena donde un zombi con turbante se arrancaba una lonja de piel y la miraba como estudiando una tira de celuloide.
Reportera: ¿Cómo se siente al ver el efecto?
Philip Philips II: Imagínese cómo me siento. Mi padre, el fundador de Neurotronics, siempre juró que yo no llegaría a nada en esta compañía. Y aquí hablamos de más de doscientas víctimas. Un éxito. Sólo lamento que él no esté vivo para verlo.
Reportera: ¿Alguna palabra para los afectados?
Philip Philips II: En nombre de Neurotronics, feliz Navidad para todo el mundo.
Sam bajó la mirada, del televisor a la mesa. Olsanski apoyaba la mano en un par de fotos.
Sam miró las fotos de soslayo. Vio algo blanco, algo negro. Piel, cabello. Borrones rojos. En Timbuctú los colores siempre se las ingeniaban para armonizar.
-Tus propias víctimas, hijo. Tus propias presas. Siempre te consuelan en este momento difícil.
Sam cabeceó. Estrujó las fotos y se las apoyó en el pecho.
-Gracias, polaco.
-Feliz Navidad, hijo -dijo Olsanski.
Sam lo miró con ojos llorosos. Ya sentía el colapso. La Dama Negra lo abandonaba. Era una amante celosa, pero casquivana.
-Tranquilo, hijo -dijo Olsanski, levantándose-, tranquilo. Ya podemos volver a casa.
Le apoyó una mano en el hombro y lo guió paternalmente hacia la puerta. Sam se miró en un espejo. Ojos vidriosos, vacíos.
Quiso aullar, pero sólo le salió un gemido lastimero.
Caminó hacia el coche con el polaco.
Pronto oiría las voces, y ya sabía la primera palabra que dirían.
(c) Carlos Gardini, 1995