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    Timbuctú (10 respuestas) thread icon

    1 [del]

    Voces.
    Sam se babeaba en un rincón limpiándose los mocos con la manga. Su cabeza era un agujero. El mundo era un borrón. Las imágenes del televisor encendido resbalaban sobre la manga húmeda de la camisa.
    Las voces sonaban en el agujero de su cabeza.
    Timbuctú, cantaban las voces, y Sam regresaba mentalmente al barrio donde merodeaban los veteranos de mil guerras psíquicas.
    Timbuctú, el Paraíso del Paria: adictos vomitando en calles húmedas, hemorragias de neón palpitando en paredes sucias, rosarios de botellas rotas en veredas desparejas, la música esquizoide del neotango y el tronido de los juegos electrónicos.
    Tronido, pensó Sam. Alguien le había explicado esa palabra, pero cuando recordaba la explicación sentía una punzada de dolor, y prefería olvidarla.
    Voces.
    Predicadores borrachos, roqueros afónicos, aullido de lobos.
    Lobos.
    Tenía que volver a Timbuctú, y sabía que volvería.
    Pero la próxima vez será distinto, juró entre dientes.
    Apretó los puños, y notó que tenía un par de papeles ajados en la mano. Fotos. Estaban tan arrugadas y estrujadas que sólo se veían las rajaduras blancas en el papel y unos borrones rojos.
    Oyó que alguien silbaba un tango en el corredor.
    Olsanski. Nadie silbaba tangos como el polaco Olsanski. Su enemigo, y también su mejor amigo. Esos tangos eran una promesa de vida, una promesa de muerte.
    Olsanski abrió la puerta del cuarto sin ventanas.
    -Hola, Sam.
    Era el Olsanski de siempre, pelo rubio y desleído, entradas en la frente, ropa barata y arrugada, corbata floja. En el bolsillo traía un ejemplar de su libro favorito, Abandono del yo.
    Olsanski se acercó al televisor, subió el volumen. Un canal internacional describía un atentado en Kabul, Afganistán: Voz en off: La neurobomba que estalló en el centro de la ciudad ha cobrado hasta ahora más de doscientas víctimas. Imagen: una calle de Kabul, Afganistán, donde un hombre se arrancaba una lonja de piel y la miraba como estudiando los cuadros de una película en una tira de celuloide.
    Corte a una playa de California, entrevista a un sujeto tostado y cincuentón, Philip Philips II, presidente de Neurotronics Inc., fabricante de la línea de neurobombas Psychoblaster.
    Reportera: ¿Qué responsabilidad tiene su compañía en el uso de la neurobomba en Kabul, Afganistán?
    Philip Philips II: Ninguna, salvo la venta de un buen producto. Libre empresa, de eso se trata. Ventas legítimas. Nunca tratamos con terroristas.
    Y la letanía de los repudios oficiales -brutal atentado, lesa humanidad, crimen contra la civilización- mientras doscientos zombis vagaban por las calles de Kabul, Afganistán.
    Olsanski cabeceó, se volvió hacia Sam.
    -Tenemos trabajo, Sam.
    Sam sintió alegría, exaltación, miedo.
    Más voces. Las voces se intensificaron.
    El mundo dejaría de ser un borrón, su cabeza dejaría de ser un agujero. Las cosas tendrían perfiles claros y nítidos. Sam volvería a ser un lobo, aunque tuviera que pagar su precio.
    -Precio -dijo Sam.
    Olsanski dudó un instante, asintió, le palmeó la espalda.
    Pero esta vez será diferente, se repitió Sam.
    -Tranquilo -aconsejó el polaco. Entrecerró los ojos, acariciando el libro que llevaba en el bolsillo, y citó-: Una calma penetrante fluye del río de tu tranquilidad interior.
    Alguien golpeó la puerta.
    -Adelante -dijo Olsanski.
    Una agente de uniforme entró con una carpeta, se la entregó, le dijo algo al oído. Olsanski asintió y respondió con un susurro. La agente sonrió y se fue meneando las caderas. Olsanski la siguió con la mirada.
    -Mejoran con el tiempo, ¿eh, Sam?
    -Creí que estabas en la filosofía oriental, polaco.
    -Estoy, estoy. Todo se une, todos los hilos se enhebran. Tenés una visión limitada de las cosas. Demasiados apegos, Sam.
    -Samuel -corrigió Sam.
    Sabía que todos le decían Sam, Sami, nunca Samuel, pero esta vez las cosas serían diferentes.
    -Lo que digo, Sam. Demasiados apegos. A tus ideas y sentimientos.
    -Yo tengo un solo apego, polaco.
    -Gran verdad, Sam. Alguna vez te regalaré un ejemplar de este libro. Podría cambiarte la vida.
    -Un solo apego -repitió Sam.
    El polaco Olsanski cabeceó, abrió una caja, sacó una pistola y un estuche.
    -Un regalo de Navidad, Sam. ¿Sabías que es Navidad?
    Sam asintió.
    Su cabeza era un agujero, pero sabía que era Navidad porque en televisión anunciaban continuamente películas para toda la familia. En las películas había arbolitos, nieve, trineos, campanillas y gente feliz. Sam recordó a su familia y sintió un retortijón en el vientre. Su familia celebraría Nochebuena y nadie se acordaría de mencionarlo en el brindis. Navidad blanca, noche de paz. Para ellos estaba muerto, y no creía que lo lamentaran. Jingle bells. Arrojó los recuerdos por el agujero de su cabeza.
    Navidad, y el polaco era Papá Noel.
    Tendió la mano hacia el arma.
    -Tranquilo, Sam. Con esto no se juega. ¿Sabés qué es esto, verdad?
    -M-murdec -tartamudeó Sam.
    El mundo era borroso, pero Sam había usado muchas veces una Murdec. Gran impacto, gran alcance. No era un arma para disuadir, herir, incapacitar, sino para destrozar, mutilar, matar. Ningún policía usaba ese arma oficialmente. Pero Sam no era un policía, sólo un perro de policía. Esa era su desgracia. Se creía un lobo, pero sólo era un perro.
    Olsanski abrió el estuche, sacó un par de píldoras negras.
    Le apoyó una mano afectuosa en el hombro.
    -Te traje a tu novia, Sam.
    Su novia. La Dama Negra.
    -Mi novia -dijo Sam.
    -¿Y adiviná qué? Te vas de luna de miel.
    -A Timbuctú.
    -Así es, hijo. A Timbuctú.
    Sam sonrió. Las imágenes de Kabul, Afganistán, resbalaron sobre la baba que le humedecía el mentón.


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