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Provincias Unidas de Sudamérica, Campamento militar en Mendoza, noviembre de 1816.
Se ocultó en la oscuridad que rodeaba a la hoguera. Su corazón decía una cosa y su estómago, otra.
Cerca, un hombre tocaba la guitarra. Y cantaba una copla sobre un hombre que cantaba una copla. Otros hombres iban y venían, ocupados en quehaceres que Atima Silencio no podía distinguir. De tanto en tanto, sonaba una voz o una carcajada.
A un costado de la hoguera, sobre un brasero de hierro, se recocían restos de carne y grasa.
Atima Silencio debía decidir entre su hambre y su miedo. Y el hambre, claro, pudo más.
La primera reacción de los hombres, al verla aparecer, fue de absoluta indiferencia. Con tanta penumbra, creyeron que se trataba de una de las pocas mujeres que ayudaban a diario en los preparativos para la campaña. Las reconocían a todas. Viudas, en su mayoría. Decididas, escandalosas y malhabladas como un marineros de un basco carguero. Pero pronto, uno de ellos observó la novedad. Y con un grito llamó la atención de sus compañeros.
Todos giraron a mirarla. Algunos pensaron que todavía era una niña. Otros, en cambio, pensaron que ya había dejado de serlo.
Atima Silencio tenía puestos los ojos en el brasero donde chirriaban los restos del asado.
—¡Acercate!
Y ella avanzó un poco.
—Si querés comer, tenés que acercarte más.
—No tengas miedo.
—Vamos, acercate.
Los trozos de carne se apretaron en la hoja de un cuchillo pequeño y filoso.
—¡Tomá!
Atima Silencio comió con avidez. Si su madre hubiese estado allí, le habría dado un reto de esos que no terminaban nunca. Pero su madre no estaba para retarla, ni para protegerla.
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No quiero más que estar sobre tu cuerpo como lagarto al sol los días de tristeza.
~VALENTE, José Ángel.
¿Sabes por qué este mundo no tiene arreglo? Le aseguré que no sabía. Me dijo: - Porque los sueños de uno son las pesadillas de otro.
~BIOY CASARES, Adolfo, Dormir al sol.
La maniática tarea de construir eternidades con elementos hechos de fugacidad, tránsito y olvido.
~ONETTI, Juan Carlos.
El peso de las palabras no dichas es más pesado que cualquier carga que llevemos. Es el peso de las cosas que no se dicen, de las emociones enterradas profundamente, de las verdades escondidas en los rincones oscuros de nuestra mente. Y a medida que ese peso crece, comienza a aplastarnos, a asfixiarnos, hasta que ya no podemos hablar, ya no podemos expresar las cosas que necesitamos decir, las cosas que podrían liberarnos de la prisión de nuestro propio silencio.
~WALKER, Alice, El color púrpura.
“Créeme, estoy en el centro de mi habitación
esperando que llueva. Estoy solo. No me importa terminar o no mi poema. Espero la lluvia, tomando café y mirando por la ventana un bello paisaje de patios interiores, con ropas colgadas y quietas, silenciosas ropas de mármol en la ciudad, donde no existe
el viento y a lo lejos sólo se escucha el zumbido de una televisión en colores, observada por una familia que también, a esta hora, toma café reunida alrededor
de una mesa: créeme: las mesas de plástico amarillo se desdoblan hasta la línea del horizonte y más allá:
hacia los suburbios donde construyen edificios
de departamentos, y un muchacho de 16 sentado sobre ladrillos rojos contempla el movimiento de las máquinas.
El cielo en la hora del muchacho es un enorme
tornillo hueco con el que la brisa juega. Y el muchacho juega con ideas. Con ideas y escenas detenidas.
La inmovilidad es una neblina transparente y dura que sale de sus ojos.
Créeme: no es el amor el que va a venir,
sino la belleza con su estola de albas muertas.
~BOLAÑO, Roberto.
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